jueves

Cuando es noche en Okinawa

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     Nos apoyamos en la baranda para descansar de tanto embalaje. Aunque faltan algunos días para el traslado, los aires son nuevos, frescos. Una nostalgia anticipada me vino cuando comprobé la hiedra reverdecida, los distintos matices de clorofila que se ven desde el balcón. Verdadero pulmón de manzana, dijo Vicente, como tantas veces. Voy a extrañar, le contesté mirando hacia la Santa Rita. En la nueva casa hay espacio para unos canteros, al fondo.
     Retumba un galope lejano con ritmo fácil, repetido. Me quedo quieta; si fuera un indio apoyaría el oído en la tierra. Suena fuerte, abriéndose paso entre las plantas, y ya es presencia viva. Quiero entrar al living, cerrar los ventanales, pero Vicente me retiene con una mano en cada hombro.  Algún trinar de pajarito logra filtrarse. Supongo que quiere consolarme, seguramente piensa pronto nos vamos y la música se queda acá. Entonces cierro los ojos, y me doy cuenta de que me balancea, con mucha suavidad. Me dejo llevar, como un péndulo, a un lado y al otro.

 

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