jueves

Definiciones

Un hábito secreto me acompaña desde chica: descubrir definiciones personales de las cosas. Nada muy especial, un ejercicio modesto asociado a la experiencia para fabricarme un diccionario íntimo donde están las cosas según las percibo o las reconozco. 

     Ahora, finalmente, vuelve a rondarme la pregunta que me aturdía meses atrás, cuando empecé a pensar en la idea de hacerlo.  ¿Qué es irse?  Esto.  Ver la propia silueta reflejada en las vidrieras por las que se va pasando, con una mochila en la espalda y un bolso en cada mano, y adivinar lo que se preguntarán los que me ven tan temprano, las hermanas de la panadería, el diariero, la que baldea la vereda.  Camino pausada y con decisión, como marcando el acento de una marcha que me dictan de algún lado, que quiero aprender. Calles transitadas a diario junto a Urco y Roco, uno con correa, otro suelto pero con bozal. Así, revestido de esta calma, el hecho no parece ameritar el tiempo que tomó la decisión.  Está bien lo que hago, me digo, pero sería un error creer que es heroico; me enseñaron a no confundir necesidad con virtud. 

     En la esquina de Paysandú decido doblar por Gutiérrez para evitar el encuentro con el pibe del kiosco que seguramente se extrañaría al verme sin los perros.  Pocas veces salgo sin ellos; en el barrio la costumbre los convirtió en una prolongación de mí, me completan. Dentro de casa, en cambio, permanecen en el fondo, no se me acercan ni me defienden, pero a la noche lamen mis moretones. 

     Estoy a seis cuadras de la estación. Busco el escalón de alguna casa vieja para descansar un momento.  Si encuentro uno ahora, es buena señal. También conservo esa manía de la infancia, siempre interpretando mensajes invisibles. Lo que toca, toca, la suerte es loca. Encuentro el escalón, me siento y doblo las mangas de mi camisa con prudencia, hasta donde los brazos se ven sin marcas. 

     Hay una serenidad propia de esta calle silenciosa, o de la templanza de octubre, que hace que yo mire con simpatía el contraste que producen los chicos vestidos de negro con resabios punk, que vienen desfilando cabizbajos, rechazando la luz del domingo después de la noche alucinada.  Compartimos cierto gusto por el desaliño, aunque el mío es más espontáneo. Suelo andar de zapatillas y ropa oscura y nunca me tiño el pelo, a pesar de que las canas me hacen parecer más vieja, mientras que ellos deben pasar horas delante del espejo, despeinándose los mechones con una paciencia reservada exclusivamente para esa ceremonia. Yo acepto el disfraz de ellos como los vecinos del barrio aceptan el mío, mujer invulnerable, la de los perros enormes, ajenos a lo que pasa detrás del portón.

     Los pierdo de vista y miro el reloj.  No tengo planes rigurosos, pero quisiera tomar el tren temprano. Una casa en la provincia, una anciana ciega y malhumorada que tira maíz al corral de las gallinas. Es mi abuela, lúgubre definición. Unos días en ese otro espanto para poder imaginar algo mejor, y seguir viaje. Me levanto del escalón, calzo en mi espalda la mochila, tomo los bolsos.  Es un gesto fuerte, pienso, tomar los bolsos,  y de pronto, a lo lejos, como a una cuadra y media, lo veo venir. ¿Cómo pudo despertarse tan rápido? Estoy a punto de correr, pero una mínima esperanza de que no sea él me detiene un instante.  Me acomodo los anteojos.  Como la figura de un aparecido, con los pelos revueltos, se balancea embotado y me lanza su primer grito.  Empiezo la carrera, atontada por la desesperación que me hace perder los lentes.  No puedo arreglarme sin ellos. Ya estoy llorando mientras retrocedo y en un costado encuentro los anteojos con el cristal izquierdo astillado.  Vuelvo a correr, queriendo olvidar la humillación, jurándome que no me va a agarrar.  Irse es también esto, corrijo ahora para mi diccionario personal, no podía ser tan fácil, y ya no hay vidriera que pueda retener la estela que van dejando mis piernas flacas. 
    
     Faltan cuatro cuadras. Pero la distancia es en este momento la respiración entrecortada y el dolor en el bazo y las correas de los bolsos que me lastiman las manos.  Sé que a partir de hoy, ésta va a ser mi definición de cuatro cuadras. Veo otra vez a los chicos de negro que cruzan la esquina siguiente y me siento protegida. ¿Qué harían si les dijera que él me persigue, si les mostrara las quemaduras, si les pidiera que me ayuden a irme? ¿Usarían sus cadenas, sus alfileres de gancho para defenderme?

     Miro hacia atrás.  El está a unos cien metros.  Gordo y asmático. Mejor es seguir corriendo y alcanzar el primer tren, a Bentos o a Monte, ya no importa.  De refilón veo pasar los árboles a mi derecha, típica imagen del movimiento grabada a fuego desde la niñez, los troncos que bordeaban la bicisenda de Plaza Argüello; con cada árbol que paso gano chances de vida, porque estar viva, igual que entonces, es este movimiento. Cruzo en rojo la esquina de Leiva y Arenales,  doblo en Díaz Vélez y sigo hasta Güemes.  Qué alivio, veo la estación. Y otra vez  ataca esa voz ronca, que supo leerme cuentos. Que pare, que hablemos, que a qué estoy jugando. Hace años que no corro, tropiezo a cada momento y se me ocurre que iría más rápido caminando.  Estoy llegando a la estación, escucho el tintineo de la campanilla. Voy hacia la rampa lateral, para cortar camino. La barrera está baja y no puedo creer que adelante haya un tren parado.  Lo que toca toca, la suerte es loca.

     Detrás de mí oigo los insultos como el eco de una pesadilla, y sé que es terror lo que estoy sintiendo.  Casi a rastras logro llegar al andén.  Su mano intenta apoyarse en mi hombro; no lo consigue. Estás viejo, papá, date por vencido. Repentinamente, la mochila que llevo en la espalda se vuelve más pesada.  Desde ahí, la mano me empuja hacia el suelo. Me levanto y sigo sin los bolsos ni la mochila.  El catarro lo detiene un momento, puedo imaginar su cara enrojecida, el escupitajo a las vías.  Esto es irse, me digo, por fin me estoy yendo.  A treinta metros, el vagón más cercano parece inalcanzable en la estación vacía.  Las puertas del tren se juntan y se cierran, me gustaría saber gritar. Un bocinazo feroz avisa que arranca.  No vale la pena correr más. 
    
     Pero esta vez me voy.  El primer vagón se acerca y veo la cara desencajada del maquinista, que vuelve a hacer sonar la bocina. Irme era otra cosa. 

Este cuento ganó el primer lugar del Premio Internacional Julio Cortázar de Relato Breve 2005 otorgado por la Universidad de La Laguna, Tenerife, España

1 comentario:

  1. Anónimo23:32

    Simplemente genial. Me encantó.
    Saludos.
    Marian.

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