miércoles

Pura vida

          I
A las diez y cuarto de la mañana llegamos a Playa Dominical, nuevo record de Amparo, que manejaba la camioneta doble tracción con una alegría inocultable, mientras yo miraba el mapa y me distraía pensando en todos los lugares que ya habíamos visitado.  Elegimos Dominical para pasar allí la última semana de las vacaciones en Costa Rica.  Esa playa nos había fascinado unos días atrás cuando la descubrimos en un paseo casual: pequeña y solitaria, poco promocionada para el turismo, era la preferida de los surfers.  Hasta el nombre es perfecto, había dicho Amparo, vamos a pasar un domingo de siete días sin hacer nada.
En verdad necesitábamos el descanso después de haber vivido durante veinte días los efectos intensos del trópico, que había animado a nuestros cuerpos a algunas desmesuras.  En las piernas, unos machucones violáceos insistían en recordarnos el episodio del bote tumbado en la corriente pedregosa, y el comentario de la encargada del hotel cuando nos vio llegar rengueando: qué dicha que no se quebraron, es muy común.  El suceso había tenido lugar más por nuestra condición de turistas desprevenidas que por auténtico espíritu aventurero; pero igual disfrutábamos calladas del halo de temeridad que suele acompañar a los protagonistas de momentos extremos, como esa imagen que dominaba la computadora de Amparo: el aura potente de un chico sobre una bicicleta suspendida en las laderas de unas montañas de quién sabe dónde.
En lo que iba del viaje, nuestro catálogo de anécdotas estaba poblado de hazañas como ésa: la náusea torrencial cuando enfrentamos el salto al vacío en nuestro primer banjee jumping, o el trekking nocturno, venciendo el asco a los insectos, resignadas al acecho de reptiles viscosos que miraban la oscuridad con ojos enormes.  Parecemos personajes de una leyenda romántica, dijo Amparo mientras estacionaba, nuestros estados de ánimo haciendo juego con el paisaje.  Tenía razón: el rainforest era perturbador para dos heroínas urbanas, desacostumbradas a las provocaciones de la naturaleza. 
Entonces, era preciso moderar los excesos.  Íbamos a Dominical a buscar sosiego, a renovar paciencia para volver a Buenos Aires y tolerar un año más, otro vértigo, más insensato, en la oficina del microcentro.

II 
Nos alojamos en una posada limpia y barata, y fuimos a caminar a la playa.  Teníamos que seguir con la batería de juegos que nos acompañaba en los viajes.  Amparo venía ganando y yo quería mi revancha porque era el turno de adivinar personajes de la Historia y en ese rubro tenía los puntos asegurados.  Pero me puso a Dante como personaje histórico y no adiviné.  Amparo fingió sorpresa: yo estaba olvidando las pasiones políticas del autor de La vida nueva, a pesar de que no me separaba de ese libro desde hacía semanas.  Y como tantas veces, discutimos si en la Historia las huellas más contundentes las dejaba la literatura, o la política. Consideré que todo el debate era otro de sus ardides para llevarse los puntos: el ingenio de Amparo tenía la doble virtud de hacerla encantadora e invencible.  Me enojé y ella pasó un rato largo sin hablarme.
Era casi mediodía y el sol se concentraba en nuestros hombros.  Me desvié para seguir caminando bajo los cocoteros que cercaban el mar; ella me siguió en silencio.  El ritmo de la marcha empezaba a decaer; buscábamos cualquier excusa para detenernos.  Iguanas que habíamos visto por decenas, un escorpión mutilado.  De pronto Amparo se adelantó unos pasos y volvió hojeando una libreta que había encontrado en la arena.  Es un pasaporte, me dijo sin levantar los ojos.  Nos sentamos en un tronco y empezamos a mirarlo.  Era de Finlandia, tenía la foto de un hombre joven y rubio llamado Aíno Mallinen y un sello de ingreso a San José, cuatro meses atrás.  Aproveché el momento para hacer un comentario que recompusiera el clima amistoso, y sólo se me ocurrió decir Pobre Aíno, venir a perder su pasaporte tan lejos, y Amparo continuó mi frase y con este calor....  Nos reímos reconciliadas.  Yo guardé el pasaporte en mi mochila hasta encontrar donde dejarlo y emprendimos de nuevo la marcha buscando un lugar para comer.  Mientras tanto, Amparo se divertía inventando historias de finlandeses que viajan a Centroamérica con la esperanza de encontrarse a sí mismos y acaban perdiendo su identidad en la arena.
Sentadas en la barra de una pizzería intentábamos una charla bilingüe con la yanqui que nos atendió.  Nos interrumpió un tico que resultó ser el esposo y nos acordamos del pasaporte.  Señalando la foto, Amparo preguntó si conocían a una mujer llamada Aíno Mallinen.  Yo la corregí en un tono algo violento: es un hombre.  Ella se encogió de hombros.  De todos modos, la pareja no recordaba a nadie que se llamara así.  Sugirieron que podía tratarse de alguno de los tantos surfers que viven en trailers en la costa y hacen vida nómade de playa en playa.  Los comentarios eran desalentadores; iba a ser difícil ubicarlo.
Me di cuenta de que mi reacción había sido exagerada.  No sé por qué me sentí íntimamente ligada al pasaporte, como si esa libreta me comprometiera, o algo de la vida a la que aludía pudiera tocarme.  En silencio decidí que iba a retenerlo hasta dar con su dueño.  Le pagamos a la yanqui y el esposo se acercó a la barra con un papelito donde había dibujado un croquis.  Señaló un camino y dijo por aquí se llega a la casa de Kimberley, ella puede saber algo.

III
Hubiera ido directamente adonde nos dijeron, pero Amparo quiso dormir la siesta y preferí no contradecirla por el resto del día.  Mientras ella descansaba salí al pasillo del hotel y me tendí en una hamaca a leer sobre la incertidumbre amorosa de Dante.  
Tutti li miei penser parlan d´Amore;
A escasos metros, las dueñas de la posada hablaban con una monotonía irritante.  
ch´altro mi fa voler sua potestate,
altro folle ragiona il suo valore,
altro sperando m´apporta dolzore,
altro pianger mi fa spesse fiate;

Mi concentración se hacía más débil y los sonetos iban perdiendo su delicadeza florentina, hasta que de pronto me sorprendí leyendo con la cadencia tropical de las dos mujeres.
e sol s´accordano in cherer pietate,
tremando di paura che è nel core.

 Poco a poco el diálogo doméstico me fue cautivando, y tuve que abandonar los sonetos.  Me incorporé y caminé hacia ellas; quizás me aportaran algún dato.  Les pregunté si conocían a Aíno Mallinen.  Una de las mujeres dudó.  Fui a buscar el pasaporte y les mostré la foto.  La mujer más vieja, que aseguraba ser fisonomista, dijo que creía recordarlo.  Prometió revisar los registros y avisarme, y yo me sentí reconfortada.
Por la tarde Amparo quiso ir a la playa a seguir el juego. Acepté a cambio de que luego fuésemos a casa de Kimberley.
         Se podía llegar al mar por un camino corto y directo, pero preferimos un sendero desparejo, bordeado de guayabos que daban una sombra prodigiosa. Casi no había niños en Dominical.  Tal vez por eso nos quedamos mirando con extrañeza a la nena del hotel Diuwak y a su amigo del bar Río Verde, que jugaban en la playa.  Suspendidas en el parador veíamos los cuerpitos de Kevin y Yasmina corriendo desde la orilla hasta un tronco oculto en la vegetación, las manos cargadas de tesoros secretos.  Después de un rato los exploradores reaparecían abriéndose paso por la maleza con unos palos y cavaban un pozo en la arena para enterrar alguna piedra o un bicho muerto.  No necesitaban a nadie más en el mundo; estaban fuera del tiempo.  Nos emocionaba ser testigos de esa comunión tan perfecta, como sólo sucede en la infancia dijo Amparo, y me invitó al agua.  Jugamos un rato largo en el mar hasta que se nos arrugaron las yemas de los dedos y la Historia y sus personajes se iban poniendo aburridos.
Fuimos a secarnos a la orilla.  Mientras esperábamos la puesta del sol vi que los ojos negros de Amparo empezaban a vidriarse y los labios se le volvían de un rojo intenso.  Me quedé quieta a su lado, sin decir nada, concentrándome en las pecas de su hombro derecho.
Unos minutos más tarde la playa empezó a poblarse de jóvenes de rostros europeos vestidos en trajes de neoprene, un desfile de figuras atléticas que portaban tablas de surf.  Algunos eran generosos con sus destrezas, pero yo prefería a los más cautos.  Los otros ponían a prueba mi ansiedad cuando se caían y demoraban en reaparecer entre la espuma de las olas.  Amparo leyó mi pensamiento: una furia arremolinada acaba con el incierto equilibrio de un surfer experimentado, y en menos de un segundo también con su vida.  ¿Y si Aíno había desaparecido en esas aguas brutales?  La hipótesis era tan loca como cualquier otra, pero conociendo mi tendencia a las ideas trágicas ella no se burló.  Decidimos que nuestro finlandés pertenecía al grupo de los prudentes que sobreviven a las olas.
De regreso a la posada atravesamos la costa donde había unos pocos trailers estacionados.  Junto a uno de ellos, un chico muy delgado y con el pelo todavía húmedo hacía una fogata.  Apoyada en el tronco de un árbol descansaba su tabla de surf y se escurría el traje de neoprene.  Amparo dijo hi y él respondió bon nuit.  Entonces le mostramos el pasaporte con la foto de Aíno y dijo que nunca lo había visto.  Lo mismo pasó con los sucesivos acercamientos a trailers vecinos: nadie reconocía al hombre rubio, ni siquiera un holandés de voz aguda que habíamos creído nórdico y se parecía al de la foto del pasaporte.
Me sentí abatida.  Ya estábamos regresando cuando el holandés corrió hasta alcanzarnos.  Nos presentó a un amigo australiano y nos pidió que le mostráramos la foto.  El australiano la miró unos segundos y comentó que tenía un recuerdo difuso de ese nombre y esa cara.  Si su memoria acertaba, Aíno era un surfer profesional, y él lo había conocido un par de años atrás, en un torneo en Hawai.  No tenía noticias de que estuviera ahora en Costa Rica y nos deseó suerte para que lo encontráramos.
Apenas volvimos a la posada, nos duchamos y salimos de la habitación rumbo a la casa de Kimberley.  Al pasar por el corredor nos detuvo la dueña del hotel.   Nos llevó a la pequeña oficina de Administración, se puso los anteojos y sacó del escritorio un cuaderno viejo donde se registraban los huéspedes.  Un hombre anotado como A. Mallinen se había hospedado allí durante tres noches, cinco años atrás.  Fue todo lo que la mujer pudo averiguar.  Mañana por la mañana entreguen el pasaporte en la Fuerza Pública, dijo, quien lo haya perdido lo reclamará allí.

IV
Eran las siete de la tarde; el cielo ya estaba oscuro, sin luna.  Miramos el croquis que nos había dado el tico ese mediodía y empezamos a caminar por las calles de tierra, oyendo la música que venía de los bares iluminados de amarillo.  Los gringos han comprado todo, le había escuchado decir a una de las dueñas de la posada a la hora de la siesta, quejándose por la invasión de capitales.  Se han quedado con las mejores tierras, han transformado el paisaje, para ellos todo es comercio.  Hoy viene un gringo y compra un terreno y pone un restaurant, y mañana trae al amigo que compra el terreno lindero y pone un pub, y cuando se les antoja un lugar lo asedian a uno hasta conseguir que les venda.  Y su música se oye toda la noche, no dejan dormir, y yo les digo ¿por qué han tenido que robarse así mi sueño?
Con alguna dificultad divisamos la escuela y doblamos hacia la costa, como el croquis indicaba.  Unas luces tenues y el murmullo suave de las olas anticipaban la casa a la orilla del mar.  Era la primera vez que yo iba a entrar a una casa sin paredes.  La planta baja de la construcción estaba hecha casi completamente de columnas, como las que había visto en las revistas de diseño que consumía Amparo.  En los alrededores había muchos vehículos estacionados.  Nos acercamos al frente y vimos una colección de pares de zapatos amontonados en los escalones de la entrada.  Con Amparito nos miramos preguntándonos dónde nos habían mandado y por la mueca de su boca supe que estaba por decir algo, una cosa chistosa seguramente, cuando se dirigió a nosotras una mujer de pelo largo, casi blanco, diciéndonos welcome, come in, please, y nos invitó a descalzarnos antes de pasar.  Pusimos las sandalias junto a una hilera de ojotas y borcegos ajenos.  Amparo me codeó para susurrar a mi oído caímos en una secta devota de los reyes magos.  La conocía bien, ya se había tentado con la situación y el estado de gracia iba a durarle al menos la noche entera.
La mujer de pelo largo nos señaló una pizarra donde figuraba el menú del día.  Recién entonces nos dimos cuenta de que la casa funcionaba como un restaurant.  Ella nos ubicó en una mesa baja que ya estaba ocupada por otras cuatro o cinco personas, y preguntó nuestros nombres para presentarnos a los demás.  Respondimos y ella dijo me llamo Kim, con rotundo énfasis sajón.  Comimos tratando de adivinar el material de unos muebles raros.  Simulaban ser de madera pero Amparo arriesgó que eran de hojas de banano barnizadas.  Y acertó.
Después del postre, Kim se sentó en una especie de tarima donde había un órgano, y un muchacho de bermudas se acercó con el bajo.  Comenzaron a tocar una música ensordecedora, capaz de alterar la paciencia de un chamán.  Poco a poco otros se fueron sumando con maracas y platillos hasta conformar una sinfonía estruendosa.  Yo no podía creer la falta de sentido musical de esa gente.  A los diez minutos mis nervios se habían desquiciado, en especial gracias a Amparo que lloraba de risa mientras batía palmas para aportar lo suyo al concierto.  Preferí alejarme para tomar aire.  Me apoyé en una de las columnas mirando hacia afuera, dando la espalda a la tarima de músicos enloquecidos.  A mi lado, tres chicas fumaban hashish y me convidaron. 
Un rato después gran parte de mi malhumor se había disipado.  Fui a la mesa a reencontrarme con Amparo, pero ya no estaba ahí.  Por un instante sentí el latido desolado de una niña perdida en la multitud, buscando reconocer su voz entre las voces extranjeras.  Hice un paneo del lugar tratando de dar con su melena corta y oscura, y la localicé en el extremo opuesto, junto al manto de pelo largo y blanco de Kim que se balanceaba en un gesto de negación.  Atravesé el salón esquivando a la masa de extraños.  Me acerqué discreta y la oí hablar del pasaporte perdido.  Kim parecía interesada y fruncía el ceño acumulando arrugas.  De pronto, se ofreció a llevar ella misma el pasaporte a la Fuerza Pública, para que pudieran ubicar a su dueño y devolverlo.  Pero inmediatamente intervine diciendo que no hacía falta, que nosotras mismas nos encargaríamos de llevarlo.  La idea de entregar el pasaporte me había alarmado.  Kim insistió; yo mantuve mi posición en un inglés que fluía irreprochable, se lo saqué de las manos y lo guardé en mi mochila. 
Fuimos a buscar nuestras sandalias y empezamos a caminar hacia el hotel.  Era noche cerrada.  Pocas veces Amparo cuestiona mis reacciones, pero en esa ocasión me preguntó por qué había rechazado con tanta vehemencia el ofrecimiento de Kim, que nos hubiera liberado del trámite.  Le dije que Kim no me gustaba, y que a la mañana siguiente iríamos nosotras a la Fuerza Pública.  Ella opinó que no había motivos para tantas prevenciones, pero aprovechó la oportunidad para inventar una historia en la que Kim traficaba pasaportes y el tico y la yanqui del bar eran sus cómplices.  No me hizo gracia escuchar su invento en medio de esa calle tenebrosa, con el chillido de los murciélagos que nos revoloteaban.  Pero sabía que Amparo había elegido vivir en clave literaria.
Soy vulnerable.  Esa noche desperté varias veces creyendo oír ruidos en la puerta de la habitación, como si alguien forzara el picaporte.  Me asustaba el silbido del viento moviendo las hojas de los árboles y tenía pánico hasta de estirar el brazo para prender la luz del velador.  En esos instantes todo lo que había en mí de racional luchaba por derrotar a las fantasías que me torturaban: yo me repetía que no había nada que temer, pero estaba aterrorizada, con la mandíbula endurecida y el cuerpo inmóvil.  Entonces trataba de afinar el oído para escuchar la respiración calma de Amparo, algún susurro provocado por el roce de las sábanas.  Finalmente, pasado el clímax de tensión, mis músculos empezaban a aflojarse y el sueño me llevaba otra vez.
Muy temprano Amparo acercó a mi cama una mesita con frutas y café, el desayuno que ya se nos había hecho costumbre.  Yo estaba cansadísima, con las articulaciones doloridas.  Me incorporé y casi de manera automática le recordé que debíamos ir a la Fuerza Pública.  Asintió sin mirarme y yo me quedé pensando en los temores de la noche y en el sueño sereno de Amparo.

V
A la casita de madera pintada de verde que estaba al costado de la sala de primeros auxilios le quedaba muy grande el nombre de Fuerza Pública.  Se la veía bastante abandonada, con poco público y poca fuerza dijo Amparo.  Desde afuera, la puerta entreabierta dejaba ver a un hombre gordo, de bigotes oscuros, tirado en una hamaca en el patio trasero de la dependencia.  Tenía un uniforme marrón y botas acordonadas.  Cuando golpeamos nuestras palmas otro hombre moreno, más joven y delgado, abrió totalmente la puerta.  Se sentó en un escritorio y nos señaló un par de sillas.  Adentro, las paredes y las baldosas rotas confirmaban el deterioro que la fachada hacía suponer.  Saqué el pasaporte de mi mochila, una acción que ya me resultaba familiar a fuerza de repetirla, mientras Amparo preguntaba si alguien había ido a reclamarlo.  El hombre dijo que no y pegó un grito llamando a su jefe, aquel que dormía en la hamaca del patio trasero.  Momentos después el jefe se acercó acomodándose los bigotes y cuando estuvo al tanto de la situación sugirió que lleváramos el pasaporte a la Dependencia de Policía de San Isidro del General, donde era seguro que darían con su dueño.
Cuando salimos del lugar, vi que Amparo estaba molesta.  La despreocupación de esos hombres la había irritado.  No quería seguir con las gestiones, no quería hacerse responsable por el destino del documento.  Yo escuché su protesta sabiendo que ella tenía razón, pero con secreta felicidad porque todavía lo conservaba conmigo y porque estaba aún en mis manos la posibilidad de hacer algo para dar con el cuerpo del pasaporte.  Está en juego la identidad de una persona que debe estar buscándolo desesperadamente, le dije.  No seas dramática, me contestó fastidiada.
Nos olvidamos del tema por el resto del día.  A la noche, Amparo quiso ir a la playa a escuchar el mar.  Decidí acompañarla con la esperanza de que aquel aire me ayudara a dormir mejor.
La playa estaba apenas iluminada por los faroles que colgaban de los trailers apostados en la costa.  Hacía frío.  Amparo caminó en dirección al mar y a los pocos metros su silueta parecía envuelta en una negrura densa.  La perdí de vista por un segundo.  Me acerqué unos pasos para recuperarla y vi que se había sentado en la arena, cerca de la orilla.
El mar bramaba implacable y ella lo miraba de igual a igual.  La imagen me conmovió: el escenario era a la medida de Amparo, o mejor, ella era parte inseparable de ese paisaje.  Tuve la certeza de que nunca más podría pensar en el mar sin pensar en Amparo; sus ojos entrecerrados resistiendo al viento que le arrastraba un mechón de pelo hasta la cara, cruzándole el perfil en diagonal, como si tuviera una cicatriz.  Me senté.  Ella se dio cuenta de que yo tiritaba.  En ese momento la envidié un poco: Amparo, en franca armonía con el mundo, mientras en mí latían otra vez los terrores de la noche, el cuerpo entumecido por una intranquilidad cada vez más frecuente.
Al rato volvimos.  Caminamos despacio, retomando el juego que habíamos dejado inconcluso a la tarde, y me sentí mejor.  Antes de acostarnos, Amparo me agradeció que la hubiese acompañado a la playa, sé que sufrías, me dijo.  Creo que se sintió en deuda conmigo y por eso estuvo dispuesta a que siguiéramos con la búsqueda de Aíno Mallinen al otro día.

VI
Hubo que madrugar.  El ómnibus que iba a San Isidro del General pasaba por Dominical todas las mañanas a las seis y media, y regresaba por la tarde.  Lamentamos haber devuelto la camioneta de alquiler; nos resignamos a viajar dos horas y media en un colectivo desvencijado.
Enseguida reconocí a uno de los pasajeros que subió en la parada siguiente: era el chico que había tocado el bajo en la casa de Kimberley dos noches atrás.  Nos saludó y se sentó delante de nosotras, e inmediatamente se dio vuelta hacia nuestro lado y buscó conversación en un castellano que se le hacía difícil.  Era el sobrino de Kimberley, se había roto su auto y tenía que ir al pueblo por un asunto de negocios.  Mientras él hablaba, noté que sus ojos lánguidos acompañaban con simpatía cada uno de mis gestos.  Me sonreía sin motivo mientras que a Amparo casi no la miraba.  Nos preguntó para qué íbamos a San Isidro.  Yo esperaba que a ella no se le ocurriera revelar el objetivo del paseo porque me había sugestionado con su historia inventada la otra noche. ¿Y si este era un emisario de Kim que nos interceptaba para quedarse con el pasaporte? Amparo percibió mi recelo.  Entonces actuamos como si el chico en verdad fuera un espía.  Fue divertido.  Cada vez que nos hacía una pregunta, alguna de las dos improvisaba una respuesta lo más enigmática posible.  Creo que el tipo pensó que hablábamos algún raro dialecto de español o que teníamos problemas mentales.  En la terminal de San Isidro saludó con desconfianza, sin disimular el alivio por la despedida.
Llegamos a la Dependencia de Policía a media mañana, cuando el sol empezaba a sofocar.  Yo estaba decidida a no entregar el pasaporte a cualquier empleado; esperaba saber algo sobre su dueño.  Pasamos por varias oficinas hasta que fuimos derivadas a la de Migraciones.  Allí logramos que nos atendiera el secretario de un director, un hombre solícito de movimientos rápidos, que por contraste me recordó la parsimonia de los policías de Dominical.  Le preguntamos si un finlandés llamado Aíno Mallinen había denunciado la pérdida de su pasaporte.  Miró el documento y leyó en voz alta el nombre un par de veces.  Sacó una carpeta y empezó a dar vueltas las hojas; hizo una pausa, nos miró con desconcierto y volvió la vista a la carpeta.  Aquí me figura una mujer finlandesa llamada Aíno Mallinen, que fue encontrada muerta en la zona de Sámara hace dos meses.  Nunca apareció su pasaporte, dijo.
Algo estaba equivocado o era confuso para mí.  No me resultaba fácil encontrar a una mujer en el rostro anguloso de la foto del pasaporte; yo seguía viendo a un hombre.  Amparo me miró apenada y me señaló en las últimas hojas la traducción inglesa del finés “nainen: woman.
El secretario se levantó y nos pidió que lo esperásemos mientras iba a informar el asunto al director.  Nos quedamos solas en la oficina.  Después de diez minutos de espera, Amparo empezó a reprochar mi obsesión por el pasaporte, que nos estaba haciendo perder uno de los últimos días de vacaciones en esa oficina gris, como perdíamos el resto del año en Buenos Aires.  En la playa tendríamos que estar, dijo ofuscada.  Pero yo sabía que en el fondo Amparo no la pasaba mal.  La historia del pasaporte se había convertido en un desafío aunque en ese momento estuviera enojada para reconocerlo.
Poco después, un hombre canoso de anteojos gruesos nos hizo pasar a su despacho.  Estaba mirando el pasaporte que le había llevado el secretario.  Nos pidió detalles sobre cómo lo habíamos encontrado y qué nos habían dicho las personas a quienes consultamos sobre Aíno Mallinen.  Contamos lo que sabíamos y vimos que los ojos del director se agrandaban detrás de los lentes y su piel cetrina se volvía más blanca.  Muy pronto quiso terminar la entrevista, nos extendió la mano y agradeció nuestra colaboración.
Salí del despacho con la mano húmeda y dolorida por el saludo.  En el pasillo, ni Amparo ni yo podíamos reaccionar.  Tuve el impulso de rescatar el pasaporte, sentí que de alguna manera me pertenecía, que tenía cierto derecho sobre él.  Me hubiera gustado al menos prolongar el itinerario de la búsqueda.  Pero Amparo me detuvo y preferí confiar en su sensatez. 
Anduvimos sin rumbo cerca de una hora, con pocas energías para hacer conjeturas acerca del caso Mallinen, como empezamos a llamarlo.  Sorpresivamente la historia se nos había escapado: ese pasaporte representaba un cuerpo sin vida, y se trataba de una mujer.  Nos preguntábamos por qué el australiano había dicho conocer a un varón con ese nombre y si sólo era una coincidencia que la dueña de la posada tuviera registrado a un hombre con el mismo apellido.  Nos extrañaba que el pasaporte hubiera aparecido en Dominical y el cuerpo muerto, en Sámara, a tantos kilómetros.  Pero no quedaban medios ni fuerzas para saber.  Tal vez era el momento de aceptar que todo había sido, finalmente, una sucesión de malentendidos o recuerdos erróneos.
Teníamos hambre y ya nos quedaba poco dinero.  Decidimos pedir recomendación de un lugar donde comer barato.  Una vendedora de frutas nos indicó retroceder unas cuadras hasta el bar Pura vida.  El nombre se refería al término que usan los ticos para celebrar con orgullo la exuberancia de su tierra.  A Amparo le gustaban esas palabras.  A veces se dirigía a los ticos con el saludo típico y su boca dibujaba un arco feliz para decirles ¡Pura vida!  Ese día, sin embargo, la frase parecía inadecuada.
Volvimos a la terminal de ómnibus y sacamos pasaje de regreso a Dominical.  Todavía nos quedaban cuatro días de vacaciones.  Grupos de turistas esperaban en el suelo, sentados en sus mochilas de colores.  Hacía tiempo que no sentía tanto desánimo.  Dábamos vueltas por la plataforma de salida en duelo íntimo por Aíno Mallinen, por la mujer y el hombre que se guardaban en ese nombre ajeno y nuestro a la vez. Así nos despedíamos del surfer fugitivo que dominaba la bravura de las olas y de la mujer que había muerto en Sámara.  Importaba poco a cuál de los dos convocaba el pasaporte, o si ambos compartían un mismo cuerpo.
Subimos al colectivo con la esperanza de dormir durante todo el trayecto y despertar en la posada; fue una suerte haber conseguido asiento.  Amparo cantaba una canción de moda y con su voz profunda lograba darle cierta hermosura.  A mí me seguían acompañando los sonetos dantescos.


Tutti li miei penser parlan d´Amore;
e hanno in lor sì gran varietate,
ch´altro mi fa voler sua potestate,
altro folle ragiona il suo valore,
altro sperando m´apporta dolzore,
altro pianger mi fa spesse fiate;
e sol s´accordano in cherer pietate,
tremando di  paura che è nel core.

Todos mis pensamientos hablan de Amor;
y tienen entre sí tan gran variedad,
que uno me hace desear su dominio,
otro discute locamente su valor,
otro, confiado, es causa de dulzura,
otro me hace llorar muchas veces;  
y sólo se conciertan en pedir piedad
temblando por el miedo que hay en mi corazón.  


Me tocaba viajar del lado del pasillo. En cuanto Amparo se acomodó, recliné mi cabeza sobre su hombro, entrecerré los ojos y no tuve miedo de volver a Dominical, a mirar el mar de noche, a sospechar las cosas que oculta la arena mientras caminamos por la costa, tan inocentes.







1 comentario:

  1. Viviana Santillán12:25

    Great! What is your thesis about?

    ResponderEliminar