martes

Cuando es noche en Okinawa

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     Mi primo era alucinante. Siempre cerca de la sonrisa, diciendo lo justo en el momento indicado. Amparo también, aunque más seria y distante. No era raro que se entendieran de maravilla apenas se conocieron.
     Vos sabías, Amparo, que él fue mi amor secreto de la infancia.
     La pasábamos bien los tres juntos, en la casa de ella o en mi departamento. Joel siempre nómade, volviendo de algún viaje o mudando de hogar. Traía ediciones inhallables de libros de diseño que le encargaba Amparo y vinos raros que yo casi nunca probaba.
     ¿Por qué con él?
     Cuando los encontré eran las seis de la tarde. Dormían una borrachera tirados sobre la alfombra persa de la casa de Amparo. Ella con una polera blanca, él con la campera puesta. Las manos de ambos se rozaban apenas. Supe que Joel estaba soñando con Amparo, y ella con él.
     Desde entonces viví siendo testigo involuntaria de un cortejo mal disimulado. El amor de ellos tenía la intensidad de los sentimientos que nunca se concretan, el latido tembloroso de quienes nunca se tocaron. Ahora él debe estar enamorándose de sus labios resueltos, de su oscura belleza, de esos dedos largos repartiendo los individuales en la mesa donde vamos a comer los tres. Deambulaba entre los dos sintiéndome de sobra, sumida en pensamientos dolorosos, percibiendo la corriente erizada que los unía en cada gesto. Ella está adorando el tono con que él le dijo ´Amparito, fuiste vos´, mientras la apuntaba con su índice, después de abrir la heladera y comprobar que se había terminado la selva negra de la noche anterior.
     Amparo y yo nos desmoronábamos. Yo alternaba el odio que me daba su trato cariñoso sabiendo que era conmiseración y no deseo, con la nostalgia por las buenas épocas con ella, haciendo de cuenta que sus fantasías con Joel eran de mentira, que los amores agotados pueden recuperarse del desencanto.


  

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