martes

Cuando es noche en Okinawa

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      De noche, cuando Guido se despierta y lo acuno, no sabría distinguir si es mi brazo el que pesa tanto, o es su cuerpo el que lo acalambra. Se acurruca buscando piel y calor, se tranquiliza. Su fragilidad me convierte a veces en una loba poderosa capaz de defenderlo del universo. Otras veces soy más débil que él, y lloramos juntos en la noche silenciosa, porque sé que esto que tanto quise es para siempre, porque este amor me rebalsa y no se parece a ninguno de los amores que yo conocía.
      Durante el día hacemos las compras. Le ponemos nombres al canguro de terciopelo, a la tortuga amarilla, y tenemos conversaciones que sólo nosotros entendemos, sobre la leche y el sabor de la comida. Él me mira, balbucea unas vocales con su vocecita clara. En esos instantes estoy segura de que este hijo es algo sublime, y de que soy la madre que él necesita. El ruido de la cuchara en el plato me parece una hermosura.
      Duerme largas siestas en las que yo limpio la cocina, que se pobló de potecitos plásticos, biberones, mientras lentamente va decayendo mi ánimo porque nunca imaginé que la maternidad fuera tan solitaria. Y quisiera saber quién es ésta que enjuaga los cubiertos, que acomoda en la alacena esos potes de colores. ¿Es la misma que una vez eligió quedarse a solas con su amiga en esa laguna del sur?  ¿Soy yo, la que estuvo tanto tiempo fascinada por Joel, y su mundo de ciencia y de infinitos?
      Entonces una horda de temores galopa al compás de la música que no cesa. De la misma música con la que me despedía de Amparo y de Joel, hace unos años, en la quinta de Bella Vista.
      Vicente me llama, le cuento de Guido; me dice que hoy vuelve a casa más temprano. La expectativa de verlo pronto, de preparar juntos la cena, me llena de paz; el recuerdo de su modo pausado me descongestiona como si una compresa de eucaliptus me aclarase el alma. Y paso la tarde esperando que llegue el abrazo, la mirada confiada en el devenir de los sentimientos.


  

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