sábado

Cuando es noche en Okinawa

      
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      Sobre mi mesa de luz hay varios chupetes, protectores mamarios, pañuelos de papel y un mapa de Okinawa que me regaló Isao. Cuando nos acostamos, lo despliego sobre la cama invadiendo el lado de Vicente, que suele hacerme algún comentario ¿Otra vez planeando las vacaciones?  Yo le leo en voz alta las localidades como mi intuición me dice que suenan en uchinaguchi, el dialecto de los abuelos de Isao. Nos peleamos porque Vicente opina que se deben pronunciar distinto, y ensaya unos sonidos afrancesados. No tenés ni idea, le digo. Vos tampoco.
      Naha, Urasoe, Gushikami…  Otro hemisferio, el revés de estas horas, la lengua perdida de Isao… Vicente se da vuelta, se duerme. Es incomprensible que yo mire el mapa cada noche con tanto detalle, que necesite saber la melodía de esos nombres. Pero la alegría que me da hacerlo me transporta a ese otro extremo donde es verano y la luz de la mañana disipa los malos presagios. Me veo plena en ese haz, girando sobre mi eje como una bailarina firme y estilizada.

  

  

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