martes

Cuando es noche en Okinawa

105

     Aquí estamos los tres, apenas pasado el mediodía, sentados sobre una manta en el lugar más cuidado de la plaza, a distancia prudente de la rampa por donde unos chicos bajan en patineta.
     Guido sacude un sonajero, con la mirada sigue el recorrido de una hoja de plátano por el aire. Vicente la caza al vuelo para él. Yo cebo mate y hojeo el diario del domingo, pensando qué azar misterioso hace que la felicidad tenga hoy estas caras. La de Guido, de pálida perfección. La de Vicente, dorada, de pequeños ojos grises que ahora están cerrados, porque acaba de tenderse sobre el pasto, con los codos hacia fuera, sosteniendo su cabeza.
     La palabra familia revolotea la plaza, impregna el suplemento dominical, mostrando parejas con bebés que consumen latas de leche en polvo, que se asocian a hospitales privados. ¿Podrán escapar a la rutina aplastante que deshilacha esos lazos?  No sabría cómo hablar de esto con Vicente, que lo vive a su modo natural y alegre, mientras yo ando a ciegas, con el aturdimiento confuso que liga la emoción al temor.
     Los vendedores ambulantes se acercan cada tanto para ofrecernos globos y molinetes de viento, para decirnos a Vicente y a mí, al filo de los cuarenta años, que somos una familia.
  
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario