viernes

Cuando es noche en Okinawa


     
112 (y último)


     En puntas de pie salgo de la habitación donde Vicente y el bebé duermen en penumbras. Uno pegado al otro. Vicente con la cara relajada, una mano en la espalda del hijo. ¿Soñará algo?  Las aguas tranquilas son profundas…  Me voy con ese amor en la retina, no puedo evitar sonreir, dejándolos quién sabe dónde.
     Atravieso el living lleno de cajas amontonadas y juguetes. Falta poco para la mudanza, y los juguetes resistirán hasta último momento fuera de las cajas. Los juguetes, el andador, la sillita de comer…  Todas estas cosas que convirtieron en hogar a la llanura de parquet.
     Sobre la mesada de la cocina dejé unas papas hervidas y las milanesas listas para freírlas a la hora del almuerzo, cuando vuelva de la clase.
     Es un sábado muy frío de principios de septiembre. Llevo un cuaderno con espiral, un lápiz negro, una goma. Voy liviana, sin el bolso de Guido, sin su peso en mi falda, muy abrigada contra la ventanilla del colectivo. La ciudad semivacía se aleja y aunque hay sol ya vislumbro unas gotas de agua que se multiplican hasta formar una cortina transparente entre los autos que avanzan en sentido contrario por la avenida Rivadavia. Viajo al otro hemisferio, a una isla mínima donde todavía algunos ancianos hablan una lengua a punto de extinguirse. Son las nueve de la mañana; en Okinawa es de noche.
     Me bajo en Boyacá. Voy caminando despacio hasta la casa del maestro con pasos seguros, íntegros, definidos, imaginándome que así van a ser mis trazos en el cuaderno.

fin

                                                                

1 comentario:

  1. Excelente final para una hermosa novela.
    Me entretuvo y emocionó.
    Te felicito

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